Cristina terminaba sus vacaciones y volvía para Madrid. Acababa de entrar en una vieja estación de uno de tantos pequeños pueblos de Zamora. Era una estación a la que la modernidad le había cogido con el paso cambiado y que todavía mostraba cierta resistencia a desaparecer pese falta de uso.

Junto a ellos un perro. Uno cualquiera, de esos sin marca ni pedigrí. De los que parecen acompañar a alguien por el mero placer de disfrutar de su compañía. El perro estaba suelto, libre de ir y venir si así lo deseaba, pero estaba claro que no tenía intención alguna de abandonar la compañía del anciano. Era de tamaño medio, ni muy grande ni muy pequeño. Su color quedaba difuminado en la extensa gama de los marrones, ninguna definición se ajustaba mejor. Tampoco tenía mancha especial que le identificase salvo un ligero aclarado entre el pecho y el comienzo de la mandíbula. Orejas caídas y morro corto y grueso pero no como el de los feos bulldog que tan de moda se estaban poniendo en el pijo barrio de Cristina, allí en Madrid. El perro estaba sentado sobre uno de sus cuartos traseros, dejando las patas hacia el lado opuesto. Jadeaba ligeramente con la lengua asomando entre los dientes mientras miraba sin mucho interés el mobiliario de la estación.
Aquella imagen la sobresaltó. Le sorprendió reconocer que ya se la había imaginado antes. No era un "dejavú" de esos que a veces tenía, sabía que aquello no lo había vivido anteriormente, pero era muy consciente de que lo había imaginado tal y como lo estaba viendo. Tan turbadora fue la impresión que le dejó que más tarde, ya en el tren, se pasó todo el viaje de regreso a Madrid intentando plasmar aquella imagen en un pequeño bloc que llevaba en su mochila. Trataba de reflejar cada detalle, cada preciso fragmento de aquel momento. Pensó haber sido tonta al no acordarse de retratarlo con la cámara del móvil pero a la vez reconocía que aquel instante merecía algo más que un frio retrato pixelado. Y mientas dibujaba reproducía mentalmente la breve conversación que tuvieron mientras ella subía al tren recién este llegó.
- Que majo es. ¿Muerde? – dijo Cristina mientras se dejaba olisquear la pantorrilla por el perro.
- … N… No. No. Sólo cuando come – le contestó el anciano sorprendido por su presencia en el andén pese a llevar allí varios minutos.
- No estoy segura pero no creo que le dejen subir al tren con el perro –le dijo con lástima.
- Eso le digo yo todos los días pero no quiere hacerme caso y se empeña en venir siempre – contesto el anciano mientras miraba al perro y este le devolvía la mirada.
- Pero… entonces… lo va usted a dejar aquí. ¿No hay nadie que se lo lleve?
- No, claro que no, yo no me voy a ningún sitio – dijo él.
- ¿No va usted para Madrid?
- Uy no, hija… Vengo por si él quiere marcharse, pero nunca coge el tren. Creo que en realidad no se quiere ir, y ya solo me hace venir aquí por fastidiarme.
Y coincidiendo con el silbato del tren el perro se levantó y mirando al anciano comenzó a andar por el andén seguido por este, con lo que se dio por terminada la conversación. Ambos giraron tomando la dirección hacia la salida de la estación, dejando a Cristina una intensa e irreconocible sensación.

Cristina no pudo dejar de mirarles mientras el tren se ponía en marcha. De espaldas el anciano aun parecía más pequeño todavía pero ahora del trío emanaba un aura que antes Cristina no percibía. Era un aura de soledad, pero no una soledad malsana si no la del que no necesita de nadie más, del que sabe lo que lo tiene todo consigo. La que tienen un anciano, una maleta y un perro, a los que no les importa donde tengan que ir con tal de que vayan los tres juntos.
Realmente me emociono,aca donde vivo ,muchos andantes tienen como unica compañia a un perro,yo no soy andante pero y tambien mis mejores compañias han sido los perros y su eterno caminar tras de mi....como aquel anciano hay muchos seres en este mundo,sintiendose que no necesitan de nadie mas.
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