Rodrigo se había decidido. Hoy se sinceraría con Virgilio y
le revelaría su condición de gay. Estaba harto de que él fuese el eterno juguete del pimpampum entre los amigos cuando se
ponían a relatar sus historias de conquistas mujeriegas. Todos tenían sus
historias pasadas y presentes con mujeres de todo tipo, todos menos él. Todavía
se ríen contando que ni siquiera cuando se organizó aquella caravana de mujeres
que llenó el pueblo de laca y pintalabios durante dos días se le pudo ver con
una conquista. Él sabía perfectamente la
razón de aquella ausencia femenina en su vida pero era un secreto que no podía
confesar a nadie. A nadie menos a Virgilio.
Virgilio y Rodrigo eran amigos desde siempre. Le llevaba dos años
de diferencia con lo que para él siempre fue una especie de hermano mayor. Fue Virgilio
quien le enseñó casi todo lo que él sabía. Haberse quedado sin padre a temprana
edad y no tener hermanos mayores le empujó a buscarse la vida por sí mismo pero
por suerte siempre pudo contar con la ayuda de su amigo.
Junto a él aprendió a cazar ranas. Se tomó el primer chato
de vino en casa de Virgilio y más tarde, detrás de la tapia de la escuela,
descubrió lo mal que le sentaba aquello de fumar. Incluso se iniciaron juntos
en el tema del baile con chicas, siempre durante las fiestas del pueblo. Eso
sí, mientras que Virgilio siempre le contaba al día siguiente cómo había terminado
en algún rincón secreto metiendo mano a la fresca de turno él siempre terminaba
volviendo sólo a casa, eso sí, con dos vinos de más que le permitían ocultar socialmente
sus dudas internas.

Lo cierto es que en el pueblo tiene fama de putero. Todos le
han visto entrar y salir de cualquiera de los 3 puticlubs que hay en las
cercanías. Algunos bromean en el bar mientras cuentan lo bien acompañado que se
lo habían encontrado en la barra de alguno de aquellos tugurios. Lo que no
sabían es que Rodrigo siempre esperaba a
que entrase algún conocido que lo reconociese para decidirse a subir a la
habitación con alguna chica. Así sabía que luego se comentaría entre los hombres
del pueblo. Lo que los del pueblo no sabían era que Rodrigo pagaba a aquellas
mujeres sólo para que subieran con él. Luego nunca pasaba nada, charlaban un
rato, bebían alguna botella y Rodrigo se terminaba duchando sobre limpio antes
de bajar de nuevo al bar.
Así llevaba ya más de cuarenta años y tras mucho darle
vueltas a la cuestión se había convencido de que, a los sesenta, bien se podría
arriesgar a decírselo a Virgilio. Virgilio tampoco tenía pareja estable, cosas
de la vida, pero todos sabían que había tenido varios amoríos con chicas, la
última ocasión con una colombiana de las que vinieron en la caravana. Aunque a
la mujer le gustó el pueblo la cosa no cuajó y terminó volviéndose a su país en
cuanto tuvo oportunidad, dejando a Virgilio de nuevo sólo.
No sabía cuál sería la reacción de Virgilio cuando se lo
confesase pero si se lo tomaba a mal y termina contándolo por todo el pueblo sabía
lo que ocurriría. El rechazo del pueblo sería unánime. Si por algo montó
durante años aquel paripé era porque no se veía capaz de aguantar las críticas
por ser maricón. Sí, estaban en el siglo XXI y España había cambiado mucho,
ahora había maricones por todos lados, la televisión era un hervidero de ellos,
pero en aquel pueblo no había una sola mujer u hombre que no hubiese tenido que
abandonarlo si se había descubierto algún amorío carnal con alguien del mismo
sexo. Nadie les pegaba ni les quemaban la casa como a las brujas pero todo
cambiaba. La repudia del pueblo se convertía en una losa que caía sobre las
espaldas del pobre desviado y todo terminaba en salida por najas. Así había
ocurrido las dos únicas ocasiones que había conocido y el no quería ser el
tercero.
Pero ya le daba igual. A su edad no se iría del lugar. Ya
había pasado toda su vida ocultando aquel problema y ya no le daba gana seguir
con aquella farsa. Virgilio sería el primero de muchos, de todos, arriesgaba su
amistad, lo más preciado que tenía, pero él ya no fingiría más.
Así que bajo la sombra de una higuera esperó sentado a que
Virgilio volviese de abrir las acequias para que el agua regase las fincas de
su hermana Amparo. Cuando lo vio venir le temblaban las manos y las piernas
pero consiguió ponerse de pié y cuando Virgilio llegó a su altura se lo soltó
sin esperar a saludarse.
- Virgilio, tengo algo que decirte y es mejor que no digas nada hasta que no termine. - tomó airé y soltó - Soy maricón y me da igual si te cabreas o no pero que sepas que yo no quiero que dejemos de ser amigos.
Virgilio se mantuvo callado unos segundos con la vista
clavada en el suelo, miró a los ojos del que había sido su mejor amigo desde la
infancia y retirándose el cigarro de la boca a la vez que levantaba las cejas
le espetó:
- Ya era hora… Eso sí, no me cabrearé mientras que no se te ocurra meterle mano a otro del pueblo que no sea yo… ¡guapetón!
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